¿Cuál dirías que es la actitud más habitual en el ser humano al encontrarse con el mal?
Parece que la mayoría de las veces optamos por una de estas dos: evitarlo o combatirlo. Sí, esto es así por nuestro instinto de conservación, de supervivencia, pero ¿es posible una respuesta mejor? No decimos que sea fácil, pero sí, es posible.
Quizá necesitaríamos comenzar por concretar qué es el mal, pues no siempre las creencias o convicciones al respecto se ajustan a la realidad. El mal es una realidad intrínseca a la existencia. No existiría el bien si no existiera el mal, de manera análoga a cómo no existiría la luz si no hubiera oscuridad que la permitiera manifestarse.
Si el mal es algo inherente a la vida manifestada, sin duda ha de tener una función y negársela sería afirmarse en la paradoja de Epicuro:
Si Dios quiere evitar el mal, pero no es capaz, entonces no es omnipotente.
Si es capaz de evitarlo, pero no quiere, entonces no es bondadoso.
Si quiere evitarlo y es capaz, ¿de dónde surge el mal?
Si no desea evitarlo ni es capaz de ello, entonces no es Dios.
En el fondo, la paradoja encierra en sí misma una premisa tácita, no expresada: Dios y el mal son dos cosas diferentes, enfrentadas. Y por esta aceptación de la premisa no manifestada, la paradoja desmonta su razonamiento por sí misma. Si existe un poder creador de todo lo existente, al que hemos puesto el nombre de Dios, Dios y el mal no son dos realidades separadas, sino que el mal forma parte del sistema como mecanismo necesario.
Ocurre que nuestra mente, para comprender cómo operamos en nuestra realidad, ha de fragmentarla, separarla, dividirla. Y así tratamos de entender todo lo que nos rodea, reduciéndolo a partes más sencillas, más comprensibles, y partiendo de ellas podemos acercarnos a percibir el mecanismo de lo complejo. Nada extraño ni reprochable hay entonces en la división o fragmentación de la realidad, pues todas las partes de ella son necesarias.
Surge entonces el mal, tal y como lo entendemos, cuando ponemos un fragmento de esa realidad por encima de otros, dando a una parte una categoría superior a las otras. Y así, por oposición, creamos el mal al compararlo con lo que catalogamos como mejor, como bien.
Podemos afirmar, también, que el bien o el mal son relativos dependiendo de las circunstancias o del contexto. Lo que hoy puede parecernos malo, con el tiempo podemos comprenderlo como algo que fue conveniente y viceversa. Parece claro que el bien y el mal no son categorías absolutas, sino que se entremezclan de forma que cada uno incluye al otro. Dentro del bien hay bien y mal, y dentro del mal hay bien y mal, pero nuestra mente separadora y fragmentadora de la realidad no puede verlo. Viéndolo desde otra perspectiva: si habitamos en una realidad finita, ni bien ni mal pueden ser absolutos.
Y aquí toma sentido la frase “Divide y vencerás”, que no está referida a una situación bélica, aunque ha sido empleada por los poderosos como estrategia de dominación y control. “Divide y vencerás” hace referencia a un mecanismo psíquico por el cual tratamos de aprehender la realidad que nos circunda, fragmentándola, y como tal es adecuado para nuestra evolución. Pero este mecanismo contiene un riesgo oculto: que perdamos la comprensión de la unidad que constituyen todas las partes, que consideremos las partes aisladas unas de otras, que categoricemos unas como buenas y otras como malas. Y es entonces cuando Epicuro nos puede confundir con su paradoja. Y es en ese momento cuando el mal toma carta de naturaleza por sí mismo, cuando nuestra mente se la otorga al separarlo del resto. Si las partes se contemplan conjuntamente como unidad, el mal no opera como tal, sino como una parte del bien.
No es cuestión, entonces, de evitar ni combatir lo que clasificamos como mal, sino de ser capaces de ver el bien que se oculta tras él. Es nuestra oportunidad de crecer en lo que nos duele o hace sufrir, de trascender aquello que consideramos inadecuado por no entender su función. De encontrarle el sentido al mal y al bien como parte de un todo.
(Continuará)
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