Hemos comentado en publicaciones anteriores cuál es nuestra concepción de la verdadera naturaleza del ser humano y, desde esta visión, cada niño que viene al mundo es una nueva apuesta de la Evolución. Una oportunidad en la que se ponen en juego todas las capacidades y todo el potencial con los que venimos al mundo. Nuestra entrada en escena también se produce con un paquete de necesidades que reclamamos sean atendidas: unas necesidades físicas, pues nacemos sin capacidad para valernos por nosotros mismos -estamos indefensos si no se nos atiende- y unas necesidades metafísicas.
En un mundo ideal que difícilmente podríamos imaginar, estas necesidades que mencionamos serían satisfechas en su totalidad; pero sabemos, pues tenemos más que suficientes ejemplos en nuestro entorno, que esto no es así.
Muchas de las necesidades del nuevo ser no son satisfechas de acuerdo a las expectativas con las que este hace su aparición, manifestadas ya desde el momento de la concepción. ¿Qué padres son conscientes de esto? ¿Qué padres conocen todas las necesidades de su hijo, cuándo se producen, cómo se demandan y de qué manera satisfacerlas? Es cierto que cada día tenemos más conocimiento al respecto, pero siempre limitado en comparación con lo que se espera. Así, por mucho empeño que pongamos, ni siquiera los padres más amorosos y solícitos que pudiéramos imaginar serían capaces de mantener satisfechas todas las necesidades del nuevo ser.
Es conocido que ante una expectativa no satisfecha se genera frustración: un estado de insatisfacción que en ocasiones podremos manifestar y en otras es ocultado para poder ser aceptados dentro del entorno en que vivimos.
El nuevo ser que viene al mundo, desde su concepción, está viviendo frustraciones de mayor o menor grado. Y esto, como hemos dicho, es inevitable. La familia, los padres especialmente, no pueden responder a todas las demandas del niño. Unas veces será por desconocimiento, otras por falta de atención y otras por falta de sensibilidad; otras incluso intencionadamente provocadas.
Tratemos por un momento de ponernos en el lugar del niño recién aparecido en esta vida. Imaginemos lo que puede sentir un niño que demanda ser aceptado y lo que recibe es rechazo. Supongamos lo que puede sentir y vivir un niño que demanda cuidados y no los recibe, o incluso recibe malos tratos en su lugar. Pongámonos en la situación de un niño necesitado de protección y lo que recibe es abandono, o en la del que recibe indiferencia en lugar de cariño, o abusos en lugar de respeto. O el sentimiento del niño que percibe que el mundo al que ha venido no es un lugar acogedor y seguro, pues está falto de alimentos, de abrigo, de cobijo y de todo aquello que por nosotros son consideradas necesidades básicas.
A estas experiencias las hemos llamado frustraciones; son sentimientos que quedan grabados en la psique del niño, que no desaparecen y que condicionarán en mayor o menor medida su actitud ante la vida y su comportamiento como adulto. ¿De qué forma puede un niño vivir y desarrollarse siendo portador de esta carga psíquica?