Terminábamos nuestra entrada anterior formulándonos la siguiente pregunta: ¿De qué forma puede un niño vivir y desarrollarse siendo portador de esta carga psíquica? Y nos referíamos a las experiencias a las que hemos llamado frustraciones: a los sentimientos que quedan grabados en la psique del niño, que no desaparecen y que condicionarán en mayor o menor medida su actitud ante la vida y su comportamiento como adulto.
Paul MacLean, cuando habla del cerebro trino, sugiere que el cerebro humano consta de tres elementos en uno, con capas que se han ido añadiendo sucesivamente en respuesta a las necesidades evolutivas. En estos términos, podríamos hablar de tres cerebros:
– El cerebro reptiliano, que atiende a las necesidades básicas: la supervivencia.
– El cerebro límbico, que se ocupa de las necesidades psicológicas.
– El córtex cerebral, que se hace cargo de las “meta-necesidades”.
Este cerebro, con sus tres aspectos funcionales, existe completo en el niño recién nacido, y éste actúa manejándolos todos.
En aras a la supervivencia, siguiendo lo que comúnmente llamamos “Instinto”, el niño desarrolla estrategias para superar las frustraciones, las necesidades no atendidas.
Las dos estrategias principales de supervivencia son:
– La ocultación de emociones y sentimientos que causan dolor, y
– La adaptación, simulando ser lo que no es, para recibir las atenciones que desea o para pasar desapercibido.
El cerebro reptiliano, al llevar a cabo estas dos estrategias, se ocupa de aprender una determinada pauta, de memorizarla y de repetirla ante situaciones iguales o similares.
Esta acción, que en sí es una ventaja, tiene la otra cara de la moneda: la tendencia a repetir la pauta de forma “instintiva”. Así, las pautas aprendidas y repetidas que de niños nos han permitido la supervivencia, de adultos ya no son convenientes y se convierten en una dificultad.
Estas estrategias de ocultación y adaptación no resuelven la aflicción en el niño, sino que la desvían, lo cual tiene consecuencias en el adulto. Todas las emociones y sentimientos ocultados o reprimidos no desaparecen, se trasladan al inconsciente, donde siguen vivos y donde no podemos controlarlos. Desde el inconsciente, esos sentimientos salen al exterior, proyectándolos a escenarios de nuestra vida donde muchas veces no los identificamos como propios, sino que los consideramos provocados por los demás.
Es ahí, en el inconsciente, donde podemos ejercer nuestra función primordial como terapeutas.
Bibliografía:
– “Los Guardianes del Paraíso” (Félix Gracia, 2010)
– “¿Quién manda aquí?: el libre albedrío y la ciencia del cerebro” (Michael S. Gazzaniga, 2011)