Nuestras relaciones personales fluctúan de manera continua: familia, amigos, compañeros, con todos ellos mantenemos una relación que va adaptándose a cambios según las circunstancias de cada interviniente y las del entorno.
¿Podemos influir en la evolución de nuestras relaciones? Parece obvio que sí. Según la actitud que tomemos, ante cada momento y circunstancia de la relación experimentaremos un resultado diferente y predecible. Esto ya lo descubrió Erwin Schrödinger en 1925 con la ecuación que lleva su nombre, mediante la que explicaba la evolución de un sistema –la función de onda– y la determinación de su estado futuro entre las infinitas posibles situaciones. Es decir, que cada posible opción que podemos elegir ante una misma realidad tiene un «camino de fase» asociado que conlleva a un resultado diferente.
¿De qué se trata esto de la opción elegida? La opción puede ser de pensamiento, palabra, obra u omisión, como contempla nuestra tradición. Se trata de nuestra respuesta o reacción ante la situación, ante el comportamiento del otro: qué pensamientos generamos, qué emociones vivimos, cómo nos sentimos y cómo actuamos o cómo nos inhibimos ante ello. Todo ello influirá en el estado futuro del sistema que formamos «el otro y yo», posición venidera a la que se llega por el camino de fase asociado a nuestra opción. Cuando una relación personal se nos vuelve incómoda por las circunstancias que sea, podemos optar por comportamientos diversos, que con seguridad nos llevarán a resultados diferentes.
Por esta razón, deberíamos manejar con exquisito cuidado nuestra respuesta a las relaciones con el otro, para con ella generar aquello que deseamos se haga realidad.
Hablando de relaciones personales, el sistema siempre estará formado al menos por dos elementos: el otro y yo. ¿Podemos generar nosotros el resultado que buscamos, cuando también influye la respuesta o reacción de la otra parte? Con nuestra actitud y con el ánimo desde el que actuamos, seguro que influimos en la repuesta del otro. No obstante, entra en juego de forma análoga la actitud y estado de ánimo de los demás involucrados, y entre todos desplegamos la «función de onda» que nos llevará a un estado u otro del sistema que formamos.
Parece paradójico, pero el equilibrio en las relaciones suele estar sustentado en muchas ocasiones en el desequilibrio inherente en cada una de las partes que la conforman. Pongamos un ejemplo: Dos amigos de toda la vida, inseparables, cuya relación está sustentada por la admiración del primero hacia el segundo y por el sentimiento de ascendencia de este hacia el primero. El primero se siente dichoso de ser amigo de alguien muy capaz y digno de admiración. El segundo, el admirado, sostiene su ego sintiéndose superior al amigo que le admira. Los dos se alimentan mutuamente, pero basados en el desequilibrio íntimo: por un lado, la necesidad de sentirse admirado, que me lleva a relacionarme con quien considero inferior a mí en algún aspecto y, por el otro un sentimiento de carencia que me impele a ser atendido por alguien a quien considero más capaz. Este tipo de equilibrio en las relaciones interpersonales es más frecuente de lo que pensamos.
Ocurre, también en aparente paradoja, que cuando una de las partes se equilibra el sistema se desequilibra notoriamente, pues para mantenerse estable necesitaría del reequilibrio de todas sus partes, cosa harto difícil. También podemos observar esto en nuestra realidad circundante: familia y amistades. Si alguien del grupo experimenta un aumento de su nivel de conciencia por el cual ya no necesita del desequilibrio ajeno para sustentar el suyo propio, la relación tiene todas las probabilidades de romperse, de extinguirse. Resulta llamativo, por incoherente, cómo experimentamos el crecimiento del otro como un ataque hacia nosotros.
¿Cómo actuar ante esta realidad? Si percibimos la actitud del otro como un ataque personal podemos optar por situarnos en la trinchera, a la defensiva, lo cual no deja de ser una actitud hostil que nos coloca en el mismo lugar del atacante. También podemos actuar desde la posición de preguntarnos qué desequilibrio propio nos muestra la otra parte con su actitud. Existe también la postura de aislarnos en nuestro interior, de separarnos de la relación para no vivir el dolor que nos causa. Cada uno elige dónde se sitúa. Si me considero agredido y paso a defenderme o a contraatacar, no parece que la relación pueda mejorar en ningún sentido. Si me aíslo en mi «yo», pensando que el tiempo cambiará algo, cuando regrese al exterior me encontraré con la misma dificultad que evité, es posible que incluso acrecentada. Si me pregunto qué me muestra la acción del otro sobre mí, qué parte que desconozco de mí o que no manifiesto me está enseñando, aprenderé de lo ocurrido y enfocaré la relación desde otro ángulo, teniendo entonces la mejora entre los posibles resultados.
Si de la tensión vivida aprendo y me reequilibro, podré vivir la relación de una manera más saludable, aproximándome al otro desde un nuevo estado o interés, desde una valoración del otro distinta, más completa, pudiendo enriquecernos mutuamente. Claro está que también el otro puede aceptar mi reequilibrio o no, esa es su elección, y puede elegir la separación: también debo aprender de ella y no pretender cambiarle. Su camino no ha de ser el mío forzosamente.
Si te acercas a reconciliarte desde el corazón, desde la humildad de tu ser, al margen de los desequilibrios propios y ajenos, date por reconciliado, aunque el otro no te acepte, pues no está en tu mano el camino de su alma.
©Con Alma Terapeutas 2022
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