El maltrato vivido en la infancia, experiencia de la que hemos formado parte la mayoría de los niños, ha condicionado y condiciona nuestras vidas de adultos. Nos hemos adaptado y hemos ocultado nuestras verdaderas necesidades como medida de supervivencia, creyendo, desde la mentalidad del adulto que somos, que el muchas veces escuchado «a mí también me pegaron a veces y no he salido tan mal» es real, siendo que la verdadera realidad consiste en que hemos construido un personaje ficticio que poco tiene que ver con el niño que llevamos dentro, que sigue vivo en nosotros esperando a que seamos capaces de abrirle la puerta y permitir que se manifieste.

Las ofensas, los maltratos, pueden presentarse en múltiples formas diferentes, muy distintas a las agresiones sexuales y físicas con las que solemos identificarlas. Pueden tomar formas muy sutiles; tan sutiles que la mayoría de nosotros no las consideramos como ofensas y las justificamos permanentemente, eso sí, desde la mentalidad del adulto que hemos construido. ¡Habría que preguntarle al niño que las vivió lo que sintió entonces!

Así, desde nuestra edad temprana, recibimos con frecuencia el consejo de nuestros mayores: «hay que perdonar», como si el perdón fuera «el bálsamo de Fierabrás» que decía Don Quijote.

¿Es el perdón la solución? ¿El perdón sana la ofensa recibida? Deberíamos comenzar por preguntarnos qué es perdonar. Para nuestro diccionario, perdonar es «la remisión de la ofensa recibida», es decir: existiendo la ofensa, dispenso a quien me ofendió de compensarme por ello. ¿Esto supone que la ofensa, y por tanto los sentimientos que nos generó, se vea transformada en otra cosa? En absoluto: la ofensa sigue presente en nuestro ánimo, solamente que apartada de nuestra actualidad.

Quien perdona está instalado en la ofensa, al igual que quien pide abundancia se encuentra instalado en la escasez, o en la enfermedad quien pide salud. Perdonar lleva implícita la existencia de la ofensa, por tanto. Traducido al lenguaje habitual diríamos: «perdono, pero no olvido». Porque la ofensa, aunque no se espere nada a cambio, existió, existe y existirá en nuestra memoria. Entonces, ¿de qué nos libera el perdón? Si sigue existiendo ofensa en nuestro corazón, no nos libera de nada… es algo así como resignarse. Todo ello independientemente de cómo el ofensor pueda vivir la pretendida ofensa y el perdón del ofendido, que sería objeto de otra reflexión.

¿Cómo nos podemos sentir libres de la ofensa? Esta dejará de existir cuando no percibamos el hecho como tal ofensa. El hecho en sí no podemos cambiarlo, pero sí la forma en que lo percibimos y lo enjuiciamos, y ahí está la clave y también la dificultad.

En nuestra terapia trabajamos para conseguir dar a las ofensas, independientemente del tipo que sean, un sentido adecuado a un propósito personal. Sin modificar los hechos podemos cambiar la percepción que tenemos de los mismos.

«Conformarse con el perdón supone seguir presos en la dinámica infantil de las expectativas… que se alimentan de la negación de la realidad». MILLER, A. (2004). El cuerpo nunca miente.