Continuamente estamos creando vínculos con otras personas, pero también con situaciones e incluso con objetos. En el primero de los casos, en principio, nada que objetar, pues es a través de los otros como crecemos. Cuando el vínculo se produce respecto a situaciones u objetos, es harina de otro costal que habría que analizar en distinta ocasión: «Es tan triste el amor a las cosas; las cosas no saben que uno existe», diría Jorge Luis Borges.

Ocurre que es muy común la situación en la que el vínculo se convierte en un fin en sí mismo y acaba sustituyendo al inicial objeto de la relación. Cuando esto sucede, es cuando aparece lo que podríamos llamar apego: la relación que establecemos toma carta de naturaleza, sustituyendo al sujeto y al objeto de aquella.

Nos vemos envueltos, atrapados, poseídos, dominados y controlados por estos apegos hasta tal punto que pueden llegar a convertirse en el eje alrededor del cual se mueve nuestra vida.

Bajo la apariencia de amar puede esconderse una necesidad de seguridad del ego, pues el verdadero amor no es nunca posesivo, y así disfrazamos nuestras inclinaciones más básicas con atributos elevados, engañándonos a nosotros mismos y justificando nuestra actitud ante los demás. No somos libres, por tanto, cuando el miedo con aspecto de amor es lo que toma presencia. Si tenemos la honestidad de ahondar en aquello que subyace bajo nuestro aparente aprecio, seremos capaces de desvelar una trama psíquica cuyo único objetivo es mantenernos dueños de lo logrado, hacernos sentir seguros y serenos cuando creemos tener el control sobre lo que nos rodea. Este es el juego en el que nos vemos envueltos. Bajo este prisma tomamos una gran parte de nuestras decisiones diarias y así, de manera inconsciente, nos convertimos en esclavos de nosotros mismos, pudiendo incluso sentirnos felices en una jaula dorada que hemos construido a nuestra medida, perdiendo nuestra íntima libertad.

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Claro que es necesario ocuparse del mundo material, sin duda alguna, pues es el medio en el que nos manejamos y nada puede separarnos de él en vida. Por supuesto que cuidar nuestros bienes es un asunto de importancia, comenzando por nuestro propio organismo. Ni que decir tiene que la atención a aquellos que amamos es asunto vital. También es cierto que otorgarles un poder excesivo es origen de un sufrimiento fundamentado en el miedo a perderlos.

Y en este estado de conciencia nos movemos por el mundo.

Consecuencia de ello es que, instalados en esta realidad psíquica, el tratar de que los vínculos que nos controlan dejen de ser el centro de nuestra vida y poner a las cosas, a las situaciones y a las personas en el lugar que les corresponde —podríamos llamar a esto practicar el desapego—, resulta difícil e incluso doloroso.

Puede ser doloroso practicar la libertad con los seres queridos, verlos fluir por aquellos caminos que han elegido por sí mismos, eliminar cualquier atisbo de obligación hacia nosotros. Además, el desapego puede ser -y es- erróneamente interpretado por la contraparte como falta de amor, de aprecio, o como indiferencia o indolencia, añadiendo más pesar si cabe a la situación.

Tomar distancia, alejarse aparentemente, no es anestesiarse para no sentir, no es dejar de observar la realidad para no hacerse consciente de ella. Cuando la distancia se toma con plena conciencia, lo que aparenta anestesia produce verdadero dolor. No se trata de distanciarse para no sentir: se siente verdadera y profundamente al ver alejarse al otro, a sabiendas de que es la acción correcta.

No condicionar ni obstaculizar, sino aceptar el modo de vivir de los otros a los que amamos, aunque no sea nuestra opción preferida, nos resultará difícil y penoso, pero es el mayor gesto de generosidad que podemos practicar con ellos y con nosotros mismos. Visto así, el desapego puede dolernos, pero no nos ocasionará sufrimiento.

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