La influencia de Sigmund Freud y su interpretación de eros y tanatos como impulso de vida e impulso de muerte, respectivamente, ha podido condicionar la visión de ambos como opuestos. Pero fuera del ámbito del psicoanálisis, donde estas dos pulsiones conviven en todo ser humano, no existe tal oposición. Eros, entonces, podríamos asimilarlo al impulso de vida desde el momento de la concepción hasta el nacimiento, y tanatos al impulso de morir, al deseo de abandonar la lucha de la vida y volver a la quiescencia.
La vida no tiene su opuesto en la muerte, como comúnmente se afirma. Si hemos de encontrar un opuesto a la muerte, este sería el nacimiento, y la vida contiene a ambos, nacimiento y muerte. Como diría Ghandi: «El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado». La vida humana por tanto abarca toda experiencia existente desde el momento de la concepción hasta la muerte.
Llegados aquí, es prudente cuestionarse si la vida humana, la experiencia desde la concepción hasta la muerte, constituye un principio y un fin de la existencia. Al respecto todas las culturas han elaborado una escatología, un conjunto de creencias referidas a la muerte y a la vida después de ella, y presentan significativas coincidencias tales como:
- La vida continúa después de la muerte.
- Hay otros mundos más allá de la muerte.
- La vida en esos otros mundos tiene relación con lo vivido aquí.
- Existe algo parecido a un juicio, que determina la vida que te tocará vivir.
Para el budismo, la vida humana es un paréntesis, un lapso en la eternidad de la existencia. Y también es así para las principales creencias: hinduismo, judaísmo, cristianismo e islamismo. Todas ellas coinciden en lo esencial.
Antiguamente el hombre no tenía palabras para poder explicarlo, pero sí la intuición de la realidad, de que había algo que no moría. Las religiones aparecen entonces para vehicular las impresiones ya existentes en alma humana y no al revés. La percepción que tenían nuestros ancestros acerca de la trascendencia humana no surge de las religiones, sino que de aquel sentimiento surgen estas.
El cuento sufí del río y las arenas nos ofrece una bonita metáfora del devenir del alma humana, del paréntesis que es la vida humana en la infinitud de la existencia, de cómo venimos de la esencia y regresamos a la esencia y entre tanto vivimos olvidados de nuestra verdadera naturaleza.
EL RÍO Y LAS ARENAS. CUENTO SUFÍ.
Un arroyo, desde su nacimiento en las lejanas montañas, después de atravesar todo tipo de paisajes, alcanzó por fin las arenas del desierto. Igual que había cruzado todas las demás barreras, el arroyo trató también de cruzar esta, pero se encontró que en cuanto se adentraba en la arena, sus aguas desaparecían.
Sin embargo, estaba convencido de que su destino era cruzar ese desierto, y de que a la vez no había manera de cruzarlo. Entonces una voz oculta, que salía del mismo desierto, le susurró: “El viento cruza el desierto, e igualmente puede hacerlo el arroyo”.
El arroyo objetó que estaba arremetiendo contra la arena, pero que sólo estaba siendo absorbido; que el viento podía volar y que gracias a esto podía atravesar el desierto.
“Arremetiendo de tu manera habitual no podrás atravesarlo. Desaparecerás o te convertirás en una marisma. Debes dejar que el viento te lleve a tu destino.”
“Pero… ¿cómo puede esto suceder?”.
“Dejando que el viento te absorba”.
Esta idea no era aceptable para el arroyo. Después de todo, nunca antes había sido absorbido. No quería perder su individualidad, y una vez que la hubiese perdido, ¿cómo iba a saber que podría volver a recuperarla?
“El viento -dijo la arena- cumple esa función. Evapora el agua, la transporta a través del desierto, y después la vuelve a dejar caer. Al caer en forma de lluvia, el agua se vuelve a convertir en un río”.
“¿Cómo puedo saber que esto es verdad?”
“Así es, y si no me crees, no podrás convertirte más que en un cenagal, e incluso eso te costará muchos, muchos años; e indudablemente no es lo mismo que un arroyo”.
“¿Pero, no puedo seguir siendo el mismo arroyo que soy hoy?”
“No puedes seguir así en ningún de los casos”, dijo el susurro. “Tu parte esencial es transportada y vuelve a formar un arroyo. Y te llamarán de otra manera, pero tú sabrás que sigues siendo el mismo.”
Cuando el arroyo escucho esto, comenzó a resonar un cierto eco en sus pensamientos. Débilmente, recordó un estado en el cual él había sido sostenido en los brazos del viento. También recordó que esto era lo que realmente había que hacer. Y el arroyo hizo ascender su vapor hacia los acogedores brazos del viento, que suavemente y con facilidad le llevaron hacia arriba y a lo lejos, dejándole caer suavemente en cuanto alcanzó la cima de la montaña, muchos, muchos kilómetros más allá.
El arroyo reflexionó: “Sí, ahora he conocido mi verdadera identidad”.
En esta metáfora de la vida humana, la muerte es el momento en el que el río llega a las arenas y teme perder su identidad. Nos ocurre tal cosa por desconocer lo que realmente somos, por nuestra identificación con el ego. La muerte es una liberación de «agregados» a la esencia de nuestro ser, que permanece intacta, al igual que el arroyo sigue siendo el mismo tras cruzar el desierto.