Despertando a una nueva realidad.

La esencia del ser humano, su verdadera naturaleza, es espiritual. Forma parte de nosotros lo que vemos: el cuerpo y la mente, pero no solamente eso. Somos fundamentalmente alma, espíritu, que es lo que permanece, lo inmutable.

Antiguamente el hombre no tenía palabras para poder explicarlo, pero sí la intuición de la realidad, de que había algo que no moría… y lo explicaba a su manera: atribuyendo a dioses o personajes mitológicos esa cualidad humana, poniéndola fuera de ellos. La evidencia más antigua de esta intuición fue descubierta en la Sima de los Huesos, en Atapuerca -Burgos-, donde entre miles de fósiles humanos datados hace cuatrocientos mil años, se encontró un hacha. Este lugar, la Sima de los Huesos, no es una cueva donde vivieran los humanos de aquella época, sino que se trata de un lugar funerario donde se constata el primer comportamiento simbólico. El hacha depositada en el lugar donde se acumulaban los cuerpos de los fallecidos es una pieza de ajuar funerario: indica la creencia en que, tras la muerte física, hay otra existencia.

Hoy podemos explicar la naturaleza humana desde todos los ámbitos del conocimiento: filosófico, religioso, científico… y todos, desde la religión más antigua, pasando por los filósofos clásicos y actuales, hasta la más moderna física cuántica, coinciden en que todo lo manifestado, -el ser humano también, por supuesto- tiene origen en algo inmaterial que recibe diferentes nombres: Dios, Entelequia, Noúmeno, Vacío Cuántico… Y no solamente lo inmaterial o espiritual está en el origen del ser humano, sino que además permanece inmanente en él.

Todo niño que viene al mundo, por tanto, lo hace con un potencial ilimitado, pues en él habita la fuente creadora de todo lo existente. Esto también lo intuían nuestros antepasados más antiguos y, no pudiendo explicarlo como nosotros hoy, lo simbolizaron en el mito del “Niño Divino”, nacido en circunstancias excepcionales y con mágicos poderes: Mitra, Krishna, Horus, Buda, Hermes, Jesús.

20190615-3reducida¿Vivimos alguno de nosotros con la conciencia de un ser espiritual en el que habita el poder creador de todo lo existente? No. Nacemos olvidados de lo que somos y vivimos identificados con nuestro ego. Esto ya genera un estado de separación, un vacío, que nada fuera de nosotros mismos puede llenar. Y dicha separación es la razón del nacimiento de todas las religiones, cuyo fundamento era “re-ligar”, volver a unir lo separado, acercarnos a nuestra verdadera esencia.

Por si esto fuera poco, la sociedad, el entorno, se encargará de poner límites al potencial con el que el niño viene dotado, ilimitado potencial de renovación y creatividad innato cercenado.

Venimos al mundo con todo eso y con necesidad de: amor, aceptación, cuidados, protección, respeto. Necesidades que no solo no pueden ser satisfechas en su totalidad, sino que pueden verse agravadas si se recibe lo contrario: rechazo, abandono, maltratos, indiferencia, abusos.

Lo que hace el niño, lo que hemos hecho todos, es adaptarnos. Para ello hemos tenido que ocultar y reprimir emociones, necesidades, instinto, impulsos creativos…

Todo lo anterior forma parte del niño que vive en nosotros: lo olvidado, lo limitado, lo reprimido, lo ocultado, que pugna incesantemente por salir a la luz y ser reconocido. Y también forma parte de él el niño divino del mito, el espíritu con capacidad ilimitada de renovación y creatividad al que no hemos permitido manifestarse. Entre los dos nos indican el camino para reconocernos como lo que somos.

Traerlos a la luz, a la consciencia, dejar que se expresen y vivan es una gratificante función que realizamos en la terapia con nuestros pacientes. Caminamos juntos, paciente y terapeuta, por un puente de luz hacia una nueva realidad.