Durante la niñez, poniendo en marcha estrategias adaptativas, ocultamos emociones y sentimientos que han sido originados bien por situaciones aflictivas o bien por restricciones a nuestro innato potencial de renovación y creación. Es en el inconsciente donde esas emociones no manifestadas siguen estando presentes, desde donde actúan condicionando nuestra vida de adultos sin que nos demos cuenta.

Aunque recordemos los acontecimientos pasados que pudieron provocar las aflicciones, las emociones que aquellos hechos suscitaron en nosotros, y que no fueron manifestadas, están enterradas alimentando nuestra “sombra”.

Este contenido del inconsciente pugna constantemente por manifestarse y lo hace principalmente por un mecanismo llamado proyección: los comportamientos y las actitudes de quienes nos rodean pueden activar en nosotros el rechazo, el dolor o el sufrimiento; nos hacemos conscientes de la emoción generada por determinadas actitudes del “otro”, pero no de que el comportamiento de ese “otro” es una manifestación de nuestra psique, una pantalla donde se refleja lo que está ocurriendo en nuestro interior.

Estar atento a cómo nos sentimos ante los hechos que activan nuestras emociones, sobre todo cuando nuestra reacción ante los acontecimientos es desmesurada con respecto al comportamiento que la provoca, nos permite identificar nuestras proyecciones.

La proyección no tiene como finalidad provocarnos aversión o sufrimiento, sino que seamos capaces de percibirla como algo nuestro, como algo propio, que se está manifestando para ser reconocido y aceptado.