“CUANDO UNA PERSONA CREE QUE SIENTE LO QUE DEBE SENTIR Y CONSTANTEMENTE TRATA DE NO SENTIR LO QUE SE PROHÍBE SENTIR, CAE ENFERMA, A NO SER QUE LES PASE LA PAPELETA A SUS HIJOS, UTILIZÁNDOLOS PARA PROYECTAR SOBRE ELLOS INCONFESADAS EMOCIONES”. Alice Miller, “El cuerpo nunca miente”, 2004.
El niño nace con unas necesidades de atención, cuidados, protección, cariño, afecto, es decir, necesita del amor de sus padres. Cuando esto se satisface en la infancia, nuestra psique y nuestro cuerpo guardan ese recuerdo y seremos capaces, de adultos, de dar a nuestros hijos el mismo amor. Pero cuando esto falta, el niño mantiene durante toda su vida el anhelo de satisfacer estas necesidades, proyectándolo de adulto sobre otras personas.
Cuanto mayor sea el hueco no cubierto por los padres, mayor será la dependencia del adulto -que conserva la “memoria” del niño- de sus padres o de figuras sustitutivas.
Cuanto mayor se es, más difícil es que otros nos den el amor no recibido de nuestros padres, pero esto no hace que nuestra demanda disminuya, sino al contrario. Este proceso lleva a que proyectemos nuestro anhelo, la realidad de nuestra infancia, principalmente sobre hijos y nietos.
Si la carencia de amor vivida en la infancia no se manifiesta proyectándola en otras personas, se manifestará en nuestro cuerpo, somatizándola -unidad psique/soma-.
Existe una manera de liberarnos de estos mecanismos de manifestación, que pasa por reconocer la realidad de nuestra infancia, acabando con la represión y la negación de lo vivido.
Este es un proceso que requiere de acompañamiento, y es aquí donde el papel del terapeuta toma relevancia facilitando que experimentemos el amor a ese niño que fuimos y que, estando oculto, sigue vivo en nosotros. Un terapeuta que nos ayude a comprender y aceptar el papel que nuestros padres desempeñaron con ese niño: un papel que, paradójicamente, no es otro que el de marcarnos el camino para nuestro completo conocimiento y realización. Un terapeuta que actúe desde la compasión no entendida como pena o conmiseración, sino como conexión e identificación, profunda e íntima, con las emociones y sentimientos experimentados por el otro.
Esta es nuestra manera de acompañar, lo que nos convierte en un “testigo cómplice” de un proceso liberador.