En la era actual, el ser humano se identifica de forma generalizada con su cuerpo y su mente, siendo esta identificación una restricción de nuestra verdadera naturaleza.
Podemos hacer al respecto una reflexión que, aun con apariencia simple, nos abre el campo de visión sobre esta cuestión: ¿Puedo observar mi cuerpo? La respuesta evidente es que sí. ¿Puedo observar mi mente? Sin duda, también puedo hacerlo. Entonces, ¿quién es el que observa?
Hoy conocemos a través de la ciencia que la materia con la que nos identificamos: nuestro cuerpo y nuestra mente entendida esta última como un proceso de nuestro cerebro, tiene un origen inmaterial. El origen es un estado potencial, una energía eternamente creadora a la que se ha llamado vacío cuántico. Entrando un poco más en detalle, los descubrimientos recientes de la física cuántica han desvelado que las partículas subatómicas no tienen masa –no son materia– hasta que interactúan, dentro de un campo de fuerza, con una partícula mediadora a la que se ha dado el nombre de bosón de Higgs. Conociendo esto, ¿cómo es posible que los humanos nos identifiquemos con ese constructo cuerpo-mente, tan restrictivo?
La atomización del conocimiento, la separación de la ciencia, la filosofía y las religiones, fruto de un positivismo radical, nos ha llevado a este estado en el cual nuestra inteligencia o capacidad de discernimiento está adormecida por una mente que asume una identidad falsamente material.
Regresando a la pregunta anterior sobre quién es el que observa aquello que creemos ser -cuerpo y mente-, podemos afirmar que hay «algo» diferente a lo observado; es un algo que nos pertenece y también un algo a lo que pertenecen el cuerpo y la mente, es aquello que constituye nuestro verdadero ser, el «Atma» de los Vedas, el alma en nuestra cultura. Esta entidad viviente es lo que somos: alma.
Ateniéndonos al conocimiento que hoy la ciencia nos ofrece, podemos asimilar nuestro auténtico ser, el alma, con ese campo de fuerza, o de conciencia, en el que gracias a la intervención de un «mediador» se origina nuestra manifestación material. Nunca la ciencia ha estado tan cerca de aquello que en nuestra tradición hemos dado en llamar Dios.
A pesar de esto, en la era en que vivimos -la era Khali como la llaman los textos védicos- la mente, en lugar de ser un puente hacia el discernimiento y el verdadero conocimiento, se ha convertido en el centro de nuestra estructura psíquica. También sucede que la mente está, a su vez, arrastrada por la información de los sentidos. Los sentidos perciben lo inmediato, lo próximo, y además esta percepción está sometida a un proceso del cerebro que traduce la información a formatos conocidos; en otras palabras: lo que percibimos a través de los sentidos está mediatizado por nuestros patrones cerebrales, los cuales elaboran esa información y construyen un relato coherente con ellos mismos y que no tiene parecido alguno con la realidad objetiva en muchos casos. Es decir, aquello que creemos ver, oír o sentir por cualquiera de los canales es una interpretación de lo que realmente es.
En este estado de ignorancia de nuestra verdadera naturaleza espiritual, identificándonos con lo material y con la separación, hemos desarrollado una ética de vida ligada a lo temporal. Así que no nos extrañemos de las características psicológicas de la era actual: la ansiedad, los sentidos y la mente agitados, y el poco tiempo y energía para los temas trascendentales. Esto tiene unas consecuencias evidentes que comienzan por la poca memoria, una tendencia al conflicto y la propensión a estar mal dirigidos.
La buena noticia es que no solamente no estamos condenados a ello, sino que nuestro propósito es desarrollar todo el potencial humano y para ello venimos dotados.
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